Ran

Una cinta que despierta reflexión y preocupación por un mundo abatido constantemente por sus más grandes vicios.

Ran | Japón, 1985
Dirigida por Akira Kurosawa
Libreto cinematográfico por Akira Kurosawa, Hideo Oguni y Masato Ide
Reparto: Tatsuya Nakadai, Mieko Harada, Akira Terao, Jinpachi Nezu, Daisuke Ryu, Masayuki Yui y Shinnosuke “Peter” Ikehata
Cinematografía por Asakazu Nakai, Takao Saito y Masaharu Ueda
Musicalización por Toru Takemitsu
Edición por Akira Kurosawa
Producida por Katsumi Furukawa, Serge Silberman, Masato Hara y Hisao Kurosawa
Distribuida por Toho

A título personal, Ran es la obra definitiva en la carrera de Akira Kurosawa. Con un increíble talento y visión para destilar en pantalla los sentimientos más hermosos, con gran énfasis en el optimismo, este realizador japonés sorprende con una cinta que muestra lo peor de la raza humana, en conflicto mortal con el prójimo por un puñado de tierra y la satisfacción de un ego y actitud supremacista.

A diferencia de la inspiradora Ikiru (para muchos su mayor logro en el cine), Ran nos estruja y nos obliga a ver la desintegración de la sociedad, a través de un conflicto generacional en el Japón feudal. La cinta, cuya traducción en español es “Caos”, cumple a carta cabal al ser mesmerizante, ultraviolenta, desconcertante, sublime, apoteósica, solemne, iracunda, reflexiva, subliminal, simbólica, macabra, irónica, incierta, devastadora, desmoralizante y cuyo mensaje fatalista nos lleva a meditar sobre las consecuencias de permitirnos vivir en un mundo moderno que condona el expansionismo, el militarismo, la arrogancia, la pérdida de los valores familiares y la fe.

Inspirada en la propia historia bélica de su nación y con elementos narrativos tomados de la obra El Rey Lear de William Shakespeare, Kurosawa estructura un relato que sobrepasa el calificativo de épico. Ran trasciende al comunicar el estado del mundo sometido por el interés, evitando en todo momento en convertirse solamente en la crónica de una batalla más en el Japón milenario. Leitmotifs precisos y personajes claramente definidos que regalan performances extraordinarios, encarnan sentimientos universales en un escenario natural fuera de serie, donde las montañas, el cielo, los volcanes, las llanuras y la arquitectura de época se conjugan para ser elementos trascendentales y que nos hablan de un mundo a punto de ser engullido por el odio y la anarquía, aplastando al honor y al decoro.

En Ran podemos notar una línea argumental que podemos dividir en 6 actos, cada uno de los cuales presenta un crescendo que nos demuestra un dominio de la puesta en escena por parte de Kurosawa, quien no escatima esfuerzos para mostrarnos todo detalle del virtuoso diseño de producción y con un estilo muy rítmico y poético para plasmar su libreto en imágenes controversiales.

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Acto 1: Testamento

“… en donde el legado del padre es mancillado por la avaricia del hijo…”

Quizás no hay nadie más como Kurosawa para optimizar el espacio en pantalla. Cada toma nos deja a cuadro a todos los personajes. No importa que sean 5, 6, mil. Todos y cada uno de los miembros del reparto aparecen en escena, e inteligentemente el director toma gran parte del tiempo para establecer la personalidad básica e intenciones de cada uno de ellos.

Kurosawa mantiene la calma para evitar que alguno de los personajes tome el control de la historia, limitándose en este primer acto a hacer hincapié en los sentimientos y actitudes alrededor del orgulloso, autoritario e iracundo Hidetora Ishimonji (interpretado por Tatsuya Nakadai), quien decide abdicar como Gran Señor y dejar que sus 3 hijos, el ambicioso Taro (Akira Terao), el interesado Jiro (Jinpachi Nezu) y el inteligente, elocuente y noble Saburo (Daisuke Ryu), tomen control de su riqueza y territorio.

De igual forma, el reparto de apoyo ofrece desplantes de gran calidad para enaltecer valores heroicos (Masayuki Yui como Tango) y comedy relief (Shinnosuke “Peter” Ikehata, quien encarna al bufón Kyoami y cuyo performance toma dimensiones insospechadas en el transcurso del film).

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Acto 2: Traición

“… en donde el dominio del feudo convierte a la hermandad en caos…”

Este acto da prominencia a las intenciones de los hijos malagradecidos de Hidetora. Nakadai demuestra una firmeza y desplantes rudos para su personaje, cuya soberbia paulatinamente se va convirtiendo en desilusión y coraje al ver que sus hijos Taro y Jiro están dispuestos a hacerlo a un lado a las primeras de cambio.

Es en este segmento donde Kurosawa hace alarde de su meticulosa planeación del film y su composición de tomas, mostrándonos el impresionante despliegue militar cuyo volumen y ferocidad nos quita el aliento, con un diseño de vestuario fastuoso.

De forma notable, Ran en ningún momento cae en un ejercicio de excesos. La cámara escudriña en tomas abiertas y cerradas toda la estratagema de combate, cumpliendo su cometido como film bélico. Todo en su timing preciso, cada momento necesario.

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Acto 3: Conflicto

“… en donde la lealtad y el respeto terminan…”

Los elementos naturales juegan a favor de Ran. En el aspecto logístico, es increíble como Kurosawa logra capturar el atardecer, bancos de nubes en movimiento y el azote del viento y que estos coincidan con encarnizadas batallas entre miles de actores y extras, así como momentos de dramatismo, desesperación y locura.

Es aquí donde el sutil uso de la música es usado para amplificar el ambiente rancio, violento y exasperante. El score de Toru Takemitsu, lejos de ser épico, está al servicio de una atmósfera de gran pesimismo y destrucción, lo cual hace que su impacto sea mayúsculo.

En este momento la película llega a un punto álgido, donde Nakadai ofrece una memorable interpretación, al asumir un semblante de resignación y humillación. La efigie de un hombre devastado completamente es sumamente poderosa, la cual nos atrae más a la historia.

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Acto 4: Amargura

“… en donde los pecados del padre encuentran la vergüenza y la culpa…”

En las secuencias posteriores a la batalla, la narrativa nos lleva a una exploración muy interesante de Hidetora y su viacrucis personal tras ser exiliado. Kurosawa expone el precio que hay que pagar tras una vida dedicada a amasar poder absoluto a costilla de vidas humanas. Nakadai transforma completamente a su personaje para mostrarnos el impacto psicológico sobre un alma que nunca ha conocido lo que es el arrepentimiento.

Hidetora se convierte en una imagen lánguida, débil, casi etérea, un alma al borde de un infierno que le espera para cobrar factura. Es en esta parte donde el personaje de Kyoami se transforma de igual forma.

Siendo orador de mensajes crípticos y risibles que aparentaban ser la voz de la razón en un mundo dominado por la barbarie e instinto sanguinario, el bufón es sometido irremediablemente ante la calamidad que azota a su Gran Señor.

Kurosawa revisa la pérdida de la fe y voluntad, donde Hidetora y Kyoami deambulan como espíritus en el Purgatorio, en círculos interminables que reafirman el caos que el director nos ha transmitido de forma magistral.

Esta exploración pesimista nos lleva a otro punto en la historia donde la distribución del poder es tema importante. Una vez que el Gran Señor es sacado del tablero de juego, se tejen alianzas incómodas y conspiraciones bizantinas, donde destaca un nuevo elemento en esta lapidaria pero trepidante saga: Mieko Harada interpreta a Kaede, una mujer cuyo oportunismo y oscura agenda ponen de cabeza las cosas.

Kurosawa estructura intercambios entre Kaede, Jiro y sus súbditos con gran intensidad, con una atmósfera teatral, donde se tejen planes de gran importancia y vendettas de consecuencias fatales.

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Acto 5: Guerra

“… en donde la sed de venganza recibe una inquietante sorpresa…”

Jiro emprende una avanzada mortífera la cual coloca a todos los protagonistas en curso de colisión. Kurosawa claramente le dedica durante la segunda mitad de la película una leve caracterización a los hijos de Hidetora, haciendo énfasis más bien en los arquetipos, ideas y sentimientos que sus acciones proyectan.

El combate definitivo ocurre de forma fulminante, con uso indiscriminado de violencia, dando un realce masivo a la insensibilidad del hombre en comunión con las armas.

A pesar de su larga duración, Ran cautiva, y sus secuencias bélicas se encuentran lejos del hartazgo, con gran sentido de asombro.

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Final: ¿Justicia?

“… en donde los dioses lloran la destrucción del mundo…”

Este estudio de la capacidad humana para hacer el mal otorga una conclusión satisfactoria, donde sus últimas secuencias hacen notar un breve (pero no menos importante) comentario desde el punto de vista teológico.

El mundo en los ojos de Kurosawa es uno donde la intervención divina y el destino están lejos de ser lo común, sino más bien una ilusión absurda para quienes la persiguen. Ran abate sin misericordia y con hostilidad todo esbozo de esperanza para estos frentes en pugna, con un uso magnífico de imágenes silentes, donde de nueva cuenta el paisaje otorga tonos saturados, simulando un averno que consume a todos los combatientes y almas inocentes, víctimas no del azar, sino de la voluntad ajena al servicio del ego y la ambición.

Ran es uno de los films definitivos dentro del séptimo arte de Japón, una alegoría del individualismo exacerbado y los límites a los que llega con el fin de saciar sus caprichos, pasiones y obsesiones. Un universo fílmico lleno de sentimientos negativos bajo un lienzo plagado de colores incandescentes, situado alrededor de un medio ambiente tanto paradisiaco como infernal.

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